Poética
El muchacho se
ha percatado de que el árbol vive.
Si las tiernas
hojas se abren a la luz
por la fuerza,
desgarrando sin piedad, la dura corteza
debe sufrir
mucho. Sin embargo, vive en silencio.
Todo el mundo
está cubierto por plantas que sufren
bajo la luz y ni
siquiera se oye un suspiro.
Es una luz
tierna. Ignora el muchacho
de dónde
procede, anochece; pero los troncos destacan
sobre un fondo
mágico. Dentro de poco, habrá oscurecido.
El muchacho –hay
quien sigue siendo un muchacho
por tiempo
excesivo- que se asustaba de la oscuridad
va por la calle
y no repara en las casas ensombrecidas
por el
crepúsculo. Inclina la cabeza a la escucha
de un lejano
recuerdo. En las calles, desiertas
como plazas, se
acumula un pesado silencio.
El transeúnte
podría estar solo en un bosque,
donde los
árboles fuesen enormes. La luz
con un
escalofrío recorre los faroles. Las casas
ofuscadas se
vislumbran entre el vapor azulado
y el muchacho
levanta la vista. Aquel silencio lejano
que agarrotaba
el aliento del transeúnte ha florecido
en la luz
inesperada. Son los antiguos árboles
del muchacho. Y
la luz es el embrujo de entonces.
Y, por el
diáfano círculo, alguien comienza
a pasar en
silencio. Por la calle, nadie
revela jamás la
pena que le roe la vida.
Caminan
apresurados, como si estuviesen abstraídos en su andar,
y grandes
sombras se bambolean. Tienen rostros surcados
y ojeras
dolientes, pero nadie se queja.
A lo largo de
toda la noche, en la luz azulada,
deambulan como
en un bosque, entre casas infinitas.
Traducción de
Miguel Oscar Menassa.