jueves, 31 de julio de 2014

CESARE PAVESE








Poética



El muchacho se ha percatado de que el árbol vive.
Si las tiernas hojas se abren a la luz
por la fuerza, desgarrando sin piedad, la dura corteza
debe sufrir mucho. Sin embargo, vive en silencio.
Todo el mundo está cubierto por plantas que sufren
bajo la luz y ni siquiera se oye un suspiro.
Es una luz tierna. Ignora el muchacho
de dónde procede, anochece; pero los troncos destacan
sobre un fondo mágico. Dentro de poco, habrá oscurecido.

El muchacho –hay quien sigue siendo un muchacho
por tiempo excesivo- que se asustaba de la oscuridad
va por la calle y no repara en las casas ensombrecidas
por el crepúsculo. Inclina la cabeza a la escucha
de un lejano recuerdo. En las calles, desiertas
como plazas, se acumula un pesado silencio.
El transeúnte podría estar solo en un bosque,
donde los árboles fuesen enormes. La luz
con un escalofrío recorre los faroles. Las casas
ofuscadas se vislumbran entre el vapor azulado
y el muchacho levanta la vista. Aquel silencio lejano
que agarrotaba el aliento del transeúnte ha florecido
en la luz inesperada. Son los antiguos árboles
del muchacho. Y la luz es el embrujo de entonces.

Y, por el diáfano círculo, alguien comienza
a pasar en silencio. Por la calle, nadie
revela jamás la pena que le roe la vida.
Caminan apresurados, como si estuviesen abstraídos en su andar,
y grandes sombras se bambolean. Tienen rostros surcados
y ojeras dolientes, pero nadie se queja.
A lo largo de toda la noche, en la luz azulada,
deambulan como en un bosque, entre casas infinitas. 



Traducción de Miguel Oscar Menassa.


JUANA DE IBARBOUROU







Despertar



Absorto pez, dormida golondrina,
mariposa en el aire de la muerte,
rosa fallida en la impasible umbría,
esmeralda evadiéndose del verde
color de su destino. En las heridas
la sangre blanca y el dolor ausente,
el mundo trastrocado en una orilla
en que la luz y el ámbito se pierden.

Dentro de la avellana de mi sueño
esa hilera de imágenes sin filo,
ese jardín de helados asfodelos,
esa playa de lápices y vidrios,
esa manada afónica de renos,
esa luna guiñando sobre el cirio.

¡Gozo de despertar equilibrada,
como cualquier mañana de los días!
¡Gozo de sol y éxtasis del agua,
exacta magnitud de la alegría,
regreso de la imagen dislocada
en los espejos de la pesadilla
y la casa, mis perros, la mañana,
en la gracia y el orden de la vida!



Imagen: Ariadna dormida, S. II.


miércoles, 30 de julio de 2014

MARGARITA MICHELENA








Por el laurel difunto



Aquí estás, en la tierra que me duele
por la corola abierta y emigrada
y justo en el invierno que atravieso
para ir de mi dolor a mis palabras.
Mira aquí, en la tiniebla que te sigue,
tu desolado rostro y estas lágrimas,
tan hondas que te brotan inconclusas
y te llenan de estrellas desgarradas.

Debajo de tu piel hay como un niño
que no salió a la sombra de los árboles
ni sintió la dulzura con que instala
su dolor y su júbilo la sangre.

Y es así que en tu voz, donde naufragan
los pájaros no vistos, los cristales
de corriente y de música negadas,
algo que duele —fracasado y tierno—
no se puede morir, siempre se queda
tal como en la estatura de la ola,
coronada de espumas y de espacios,
dulcísimo y menor se escucha siempre
el lírico metal de las arenas.

Yo te he amado en la sombra
de mi predio espantable y transitorio.
Mas no con brazos de mujer te he amado,
ni con los dedos de esperanza y hambre
que tejen mi tapiz, mientras desciende
sobre mi sol desértico el eclipse
del ala que me falta y vuelve el ángel:
con el dolor te amé de ver un río
ausente de su cauce.

No nos une en el tiempo sino un llanto
que no tuvo garganta en que alojarse
y la tibia estación de una caricia
de cuyas manos vi la arquitectura
adentro de mí misma desplomarse.

Esa ceniza de alguien que no vino,
a quien no pude dar el minucioso
labrado de su voz y su columna,
ese entrañable muerto de mí misma
cuyo nombre no sé ni sé su rostro,
es la madera impar de este naufragio
y nada más la huella de nosotros.

Eres toda la tierra que contengo,
todo el dolor mortal que haya sufrido.
Por el niño que amé bajo tus ojos
y que nunca saliera de ti mismo,
por el laurel difunto que me diste
para que en mí elevara sombra y fruto,
este amargo poema en que recuerdo
la única posible coincidencia
que existió entre mi carne y mi destino.



Imagen: José Ato, Hojas de laurel 2, 2011.




LAWRENCE RAAB







Adivinanza




Esa luna, por ejemplo:
recorte de una uña,
la más pálida de las aberturas.
Y esas estrellas:
se están desvaneciendo
pero siempre estaban desvaneciéndose.

Del anochecer tomo
lo que necesito para soportar
el aturdimiento de la mañana y la tarde.

Agua: en beneficio de la compañía.
Fuego en la colina.

Todas las noches te enseño este
blanco cono de ceniza. Todas las noches te digo:

Pero no guardo nada para mí.

Seto y campo,
curva del camino.
Mesa y libro,
ataúd en el suelo.

Todo lo que se asienta
en la tierra
vuelve a la luz
con el tiempo.

Una vez más te digo esto
y lo crees.
Y tomas lo que necesitas,
y crees que es tuyo.



Versión de Jonio González.