La tristeza terrestre
Vivo a veces mi muerte. Me recuerdo.
Adivino mi rostro y
sé mi nombre.
Y la puerta se abre.
Y yo penetro
en mi primera
identidad y salgo
de la casa fugaz de
mi esqueleto.
Qué difícil volver, con la memoria
de aquella viva
muerte que se tuvo.
Qué mirarse a sí
mismo,
ya ser desconocido e
increíble,
después de ver las
fuentes y los prados
de la morada quieta y
misteriosa.
Ya se es criatura despojada,
ángel triste y vacío,
helada estrella,
vagando por el dédalo
sonoro
de una desconocida
sangre, por la patria
extraña de unos ojos,
después de haber
pisado un umbral de centellas.
Y las manos, que brotan
como súbitos seres
impensados.
Y esta ciudad
equívoca del cuerpo
donde somos viajeros
extraviados.
Y este volverse a
ciegas
a la oculta potencia,
al signo visto
que de terrible amor
ha enamorado.
Todo ya en la comarca desolada
de los torpes
sentidos,
cruzando por acequias
estancadas,
por extraños países
moribundos
de cabellos y piel,
huesos y sangre,
hacia el nombre y el
rostro ya sabidos.
Ya no se vive, no, como los otros,
con esta muerte de
fulgor probada,
ni es nuestro ya el
cadáver que devora
la muerte igual, la
muerte que es de todos.
Y no sé si Dios manda
esta dulce visita
tenebrosa,
este veneno altísimo
y terrible
o si se escucha el
canto de un demonio
detrás de esta
nostalgia,
de este volver de
nuestra muerte propia
Pero sé que es morir. De eso se muere
de jubiloso atisbo
fulminante,
de tremenda memoria
recobrada.
Y aquel que haya
caído
alguna vez desde su
propio cuerpo,
como si despertando
bruscamente
se despeñara de una
torre sorda,
andará hasta la
muerte como muerto.
Imagen: Txema Yeste,
Vanitas.
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