Donde habite el
olvido,
en los vastos
jardines sin aurora;
donde yo solo sea
memoria de una piedra
sepultada entre ortigas
sobre la cual el
viento escapa a sus insomnios.
Donde mi nombre deje
al cuerpo que designa
en brazos de los siglos,
donde el deseo no
exista.
En esa gran región
donde el amor, ángel terrible,
no esconda como acero
en mi pecho su ala,
sonriendo lleno de gracia
aérea mientras crece el tormento.
Allá donde termine
ese afán que exige un dueño a imagen suya,
sometiendo a otra
vida su vida,
sin más horizonte que
otros ojos frente a frente.
Donde penas y dichas
no sean más que nombres,
cielo y tierra
nativos en torno de un recuerdo;
donde al fin quede
libre sin saberlo yo mismo,
disuelto en niebla,
ausencia,
ausencia leve como
carne de niño.
Allá, allá lejos;
donde habite el
olvido.
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