Por el laurel
difunto
Aquí estás, en
la tierra que me duele
por la corola
abierta y emigrada
y justo en el
invierno que atravieso
para ir de mi
dolor a mis palabras.
Mira aquí, en la
tiniebla que te sigue,
tu desolado
rostro y estas lágrimas,
tan hondas que
te brotan inconclusas
y te llenan de
estrellas desgarradas.
Debajo de tu
piel hay como un niño
que no salió a
la sombra de los árboles
ni sintió la
dulzura con que instala
su dolor y su
júbilo la sangre.
Y es así que en
tu voz, donde naufragan
los pájaros no
vistos, los cristales
de corriente y
de música negadas,
algo que duele
—fracasado y tierno—
no se puede
morir, siempre se queda
tal como en la
estatura de la ola,
coronada de
espumas y de espacios,
dulcísimo y
menor se escucha siempre
el lírico metal
de las arenas.
Yo te he amado
en la sombra
de mi predio
espantable y transitorio.
Mas no con
brazos de mujer te he amado,
ni con los dedos
de esperanza y hambre
que tejen mi
tapiz, mientras desciende
sobre mi sol
desértico el eclipse
del ala que me
falta y vuelve el ángel:
con el dolor te
amé de ver un río
ausente de su
cauce.
No nos une en el
tiempo sino un llanto
que no tuvo
garganta en que alojarse
y la tibia
estación de una caricia
de cuyas manos
vi la arquitectura
adentro de mí
misma desplomarse.
Esa ceniza de
alguien que no vino,
a quien no pude
dar el minucioso
labrado de su
voz y su columna,
ese entrañable
muerto de mí misma
cuyo nombre no
sé ni sé su rostro,
es la madera
impar de este naufragio
y nada más la
huella de nosotros.
Eres toda la
tierra que contengo,
todo el dolor
mortal que haya sufrido.
Por el niño que
amé bajo tus ojos
y que nunca
saliera de ti mismo,
por el laurel
difunto que me diste
para que en mí
elevara sombra y fruto,
este amargo
poema en que recuerdo
la única posible
coincidencia
que existió
entre mi carne y mi destino.
Imagen: José
Ato, Hojas de laurel 2, 2011.
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