Conocí a un viajero de un antiguo país
que me dijo: hay en el desierto dos grandes piernas,
sin tronco, de piedra. Cerca, medio hundido
en la arena, yace un rostro destrozado. En su ceño,
en sus labios fruncidos, en su frío gesto de dominio y
desprecio,
selladas sobre estas cosas sin vida
bien leyó su escultor las pasiones que aún sobreviven
a la mano y corazón de aquel que las tallaba.
Y aparecen en el pedestal estas palabras:
"Me llamo Ozimandias, rey de reyes.
Contempla mis obras, tú, poderoso y desespera."
Nada permanece. Alrededor de la decadencia
de esta inmensa ruina, ilimitada y desnuda
se extiende lejana la arena solitaria.
Imagen: Keith Carter, Giant, 1997.
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