viernes, 13 de junio de 2014

T. S. ELIOT








Un canto para Simeón



Señor,
los jacintos romanos florecen en los tiestos
y el sol de invierno repta por laderas nevadas;
ha hecho una pausa la terca estación.
Mi vida es leve, como
a la espera del viento de la muerte
una pluma en la palma de mi mano.
El polvillo en la luz y el recuerdo en los huecos
esperan ese viento
que sopla helado hacia la tierra muerta.

Danos tu paz.
He caminado muchos años en esta ciudad,
fe y ayuno he guardado, he ayudado a los pobres,
he dado y recibido honor y bienestar.
Nunca nadie fue echado de mi puerta.
¿Alguien recordará mi casa,
los hijos de mis hijos tendrán donde vivir
cuando lleguen los días del dolor?
Buscarán el sendero de las cabras, la guarida del zorro,
huyendo de las caras extranjeras, de extranjeras espadas.
Antes del tiempo de las cuerdas y los azotes y sollozos,
danos tu paz.
Antes de los estadios de la montaña de desolación,
antes de la hora cierta del dolor maternal,
ahora en la naciente estación del deceso,
deja que el Niño, la Palabra que aún no ha sido ni es pronunciada,
conceda la consolación de Israel
a quien tiene ochenta años y no tiene un mañana.

De acuerdo a tu palabra.
alabarán tu nombre y sufrirán
con gloria y con escarnio, cada generación,
luz sobre luz, subiendo la escala de los santos.
Que el martirio no sea para mí, ni el éxtasis
del pensamiento y la plegaria,
no sea para mí la visión última.
Dame tu paz.
(Y una espada traspasará tu corazón,
tuya también).
Estoy cansado de mi vida y de las vidas de los que han de venir,
estoy muriendo de mi muerte y de las muertes de los que han de venir.
Deja a tu siervo partir,
después de ver tu salvación.



Traducción de Pablo Anadón.

Imagen: Aert Gelder, El canto de alabanza de Simeón,  hacia 1700.



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