Un canto para Simeón
Señor,
los jacintos romanos
florecen en los tiestos
y el sol de invierno repta
por laderas nevadas;
ha hecho una pausa la terca
estación.
Mi vida es leve, como
a la espera del viento de la
muerte
una pluma en la palma de mi
mano.
El polvillo en la luz y el
recuerdo en los huecos
esperan ese viento
que sopla helado hacia la
tierra muerta.
Danos tu paz.
He caminado muchos años en
esta ciudad,
fe y ayuno he guardado, he
ayudado a los pobres,
he dado y recibido honor y
bienestar.
Nunca nadie fue echado de mi
puerta.
¿Alguien recordará mi casa,
los hijos de mis hijos
tendrán donde vivir
cuando lleguen los días del
dolor?
Buscarán el sendero de las
cabras, la guarida del zorro,
huyendo de las caras
extranjeras, de extranjeras espadas.
Antes del tiempo de las
cuerdas y los azotes y sollozos,
danos tu paz.
Antes de los estadios de la
montaña de desolación,
antes de la hora cierta del
dolor maternal,
ahora en la naciente
estación del deceso,
deja que el Niño, la Palabra
que aún no ha sido ni es pronunciada,
conceda la consolación de
Israel
a quien tiene ochenta años y
no tiene un mañana.
De acuerdo a tu palabra.
alabarán tu nombre y
sufrirán
con gloria y con escarnio,
cada generación,
luz sobre luz, subiendo la
escala de los santos.
Que el martirio no sea para
mí, ni el éxtasis
del pensamiento y la
plegaria,
no sea para mí la visión
última.
Dame tu paz.
(Y una espada traspasará tu
corazón,
tuya también).
Estoy cansado de mi vida y
de las vidas de los que han de venir,
estoy muriendo de mi muerte
y de las muertes de los que han de venir.
Deja a tu siervo partir,
después de ver tu salvación.
Traducción de Pablo Anadón.
Imagen: Aert Gelder, El
canto de alabanza de Simeón, hacia 1700.
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