martes, 10 de septiembre de 2013

MARGARITA MICHELENA





Elegía


   Imaginad un árbol con las ramas por dentro,
ahogado por su propia e imposible corona
y que cautivo lleva ‒aniquilándole‒
el fruto no vertido de su sombra.

    Esto soy yo. La soledad sin brazos.
Un mar que, despertando, ya es arena,
muriendo solo bajo el mismo grito
que imaginó poner entre sus ondas.

    Yo venía
de ser raíz para subir a sueño,
de ser oscuridad a dividirme
en el sereno reino de mis hojas.
Subiendo estaba y encontré esta muerte
de no ser sino el árbol que encerrada
lleva su irrealizable primavera,
su fuerza inútil de imposibles ramas
que no verán jamás a las estrellas.

    Esto soy nada más. Raíz desnuda.
Un viaje que pensó que se movía
hacia el diáfano fuego de la rosa
y se quedó en su origen de ceniza,
más que nunca en la planta desde donde
creyó subir por la escalera angélica.

    Y estoy sintiendo lo que siente un sueño
cuando va a florecer y es despeñado
desde los mismos ojos que lo sueñan.

    Soy la que nada poseyó. La oscura
desesperada soledad terrible,
quien jamás conoció sus propios brazos
ni los colmó de llanto y de dulzura.

    No se crea en la voz que se me escucha,
que no es ésta mi voz. Y este poema
no es siquiera una rama… No es siquiera
una sospecha de mi oculta sombra.

    Tan sólo quedó aquí del mismo modo
que en la orilla del mar a veces queda
‒testimonio de muerte y abandono‒
el lúcido esqueleto de una perla.

Imagen: Edgar Ende, Die weinenden Bäume, 1954.
                                                                                                                 

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