Elegía
Imaginad un árbol con las ramas por dentro,
ahogado por su propia
e imposible corona
y que cautivo lleva ‒aniquilándole‒
el fruto no vertido
de su sombra.
Esto soy yo. La soledad sin brazos.
Un mar que,
despertando, ya es arena,
muriendo solo bajo el
mismo grito
que imaginó poner
entre sus ondas.
Yo venía
de ser raíz para
subir a sueño,
de ser oscuridad a
dividirme
en el sereno reino de
mis hojas.
Subiendo estaba y
encontré esta muerte
de no ser sino el
árbol que encerrada
lleva su irrealizable
primavera,
su fuerza inútil de
imposibles ramas
que no verán jamás a
las estrellas.
Esto soy nada más. Raíz desnuda.
Un viaje que pensó
que se movía
hacia el diáfano
fuego de la rosa
y se quedó en su
origen de ceniza,
más que nunca en la
planta desde donde
creyó subir por la
escalera angélica.
Y estoy sintiendo lo que siente un sueño
cuando va a florecer
y es despeñado
desde los mismos ojos
que lo sueñan.
Soy la que nada poseyó. La oscura
desesperada soledad
terrible,
quien jamás conoció
sus propios brazos
ni los colmó de
llanto y de dulzura.
No se crea en la voz que se me escucha,
que no es ésta mi
voz. Y este poema
no es siquiera una
rama… No es siquiera
una sospecha de mi
oculta sombra.
Tan sólo quedó aquí del mismo modo
que en la orilla del
mar a veces queda
‒testimonio de muerte
y abandono‒
el lúcido esqueleto
de una perla.
Imagen: Edgar Ende, Die weinenden Bäume, 1954.
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